ARTHUR SCHNITZLER LA REBELIÓN DE LOS BÓXERS TRADUCCIÓN DE PAULA SANCHEZ DE MUNIAIN

REBELIÓN BOXER 1900

LA REBELIÓN DE LOS BÓXERS

Arthur Schnitzler

Traducción de Paula Sánchez de Muniain

Por aquel entonces era teniente.

La rebelión de los bóxers en China… peligrosa, implacable. Su Majestad había dado órdenes de no dar cuartel. De nada sirvió.

El movimiento nacionalista… el movimiento de la libertad… Mejor no hablemos de política.

Hubo disturbios en todas partes: en las ciudades, en los pueblos, en el campo; aquí y allá fueron sofocados cientos, y miles colgados y fusilados.

Estábamos en un pequeño poblado, a dos horas de Pekín. Allí se condenó a un escuadrón de diecisiete hombres. Tres semanas antes fueron treinta los ejecutados. A los condenados se les dio tres horas. Todos estaban resignados. Interiormente hice mi propia estadística. Solía hacerlo casi siempre, la psicología de los chinos me interesaba.

Uno se echó a llorar. Me llamó la atención, pues raras veces sucedía. Tres hablaban entre sí de manera seria y trascendente, dos recibieron visitas de familiares, uno parecía rezar, dos escribían cartas, porque no todos eran de este lugar, parecía más bien una especie de intercambio deliberado de conspiradores entre un pueblo y otro.

Eran dieciséis. El número diecisiete estaba leyendo. Al principio pensé que leía un libro religioso, pero se trataba de una novela. Inicialmente no dije nada. Él permanecía concentrado en su lectura, aunque de vez en cuando levantaba fugazmente la mirada. Esto duró casi una hora. Mientras tanto, tuve que hablar con algunos de mis camaradas. Todavía faltaba una hora y media. En los demás se notaba una creciente inquietud, o al menos eso me pareció, pero él no dejaba de leer. Finalmente lo interrogué, no sin antes hablar con otra persona para disimular mi interés. Le pregunté qué estaba leyendo. Me dijo con calma el título de la novela. Sé un poco de chino y pude entenderlo. Él siguió leyendo. Yo iba de un lado a otro, recogiendo las cartas que los demás habían escrito a sus parientes. Luego me acerqué hacia donde se encontraba. Fue extraño. Por fin me decidí a hablarle. “¿Sabes que estás condenado a muerte?”. Asintió con la cabeza. Quizá les parezca un acto insensible, pero mi pregunta no fue cruel. Continué: “¿Sabes que dentro de una hora y media tú y tus camaradas serán fusilados?”. Él respondió: “Puede que nos disparen, pero no es del todo seguro que vaya a suceder”.

No había ninguna impertinencia en su tono. Fue un comentario muy sereno. Después, añadió: “Nunca se puede saber con seguridad qué pasará en la próxima hora”.

“Aun así”, dije, “las probabilidades son muy altas. No creo que seas liberado, y tampoco se puede esperar una absolución”. Asintió con la cabeza. Tuve la clara sensación de que mis preguntas le molestaban un poco. Le indiqué sin apuro que podía seguir leyendo tranquilamente, y así lo hizo. Me distancié de él, pero tuve que volver. “La novela que estás leyendo, ¿es hermosa?”. Su rostro expresó cierta tolerancia. “¿No preferirías leer otra cosa que no fuera una novela?”. Me miró con cierta sorpresa. Había sido una simple broma. Puede, y con justa razón, que ustedes lo encuentren un poco falto de tacto, pero mi estado de ánimo en aquel momento era demasiado extraño. “Es muy posible que no llegues a conocer el final de la historia”. “Yo creo que sí llego”, respondió, “me queda más de una hora”. “¿Realmente no tienes mejor cosa que hacer en esta hora, más que leer un libro?”, le espeté con cierta irritación.

“¿Por qué no debería? No tengo nada más que hacer. Nunca he tenido tanto tiempo”. Tenía la firme intención de dejarlo en paz. No fui capaz. Volví a él. “¿Cuál es tu profesión?”. Respondió muy educadamente que era tornero, en el mismo Pekín. Tenía una esposa y dos hijos a los que no había visto en cinco años y tres meses. “¿No te gustaría escribirles?”, le pregunté con entusiasmo. “Ya se enterarán. Puede que incluso piensen que ya ha pasado”. “¿No tienes otros parientes?”. “Sí”, respondió algo contrariado. Me di la vuelta avergonzado y él continuó leyendo de inmediato. No podía soportarlo. Me pareció indignante que a esta persona pudieran fusilarla antes de que terminara la novela. Sí, realmente eso es fue lo que pensé. El destino de los otros dieciséis me importaba poco. Apenas sentía lástima por ellos. La mayoría de los demás ya había terminado con las cartas y los preparativos, y algunos permanecían tumbados en el suelo con los ojos cerrados. Casi todos estaban en cuclillas, con la mirada perdida al frente. En algunos ojos me pareció ver el miedo a la muerte. También podría estar equivocado.

Me subí a la silla de montar. A decir verdad, sin haberlo sabido un segundo antes, le entregué el mando a un camarada. El Estado Mayor del regimiento estaba a media hora de camino a otro pueblo. Cabalgué hasta allí. Era un caluroso día de verano. Me presenté ante el coronel, que me tenía cierta simpatía. Yo lo sabía, pues era un pariente lejano de mi madre. De no haberlo sido, no me habría atrevido. De hecho, cuando estábamos fuera de servicio, nos tuteábamos. Le hice mi petición. Quería que perdonara a uno de los diecisiete. Le expliqué mis razones. Me di cuenta enseguida de que realmente no eran razones. Incluso dije algunas tonterías. Fingí suponer que todavía podía sacar algo de aquella persona. Su culpabilidad ni siquiera había sido completamente probada. El coronel sacudió la cabeza. Finalmente me sinceré. Le conté toda la historia. El coronel se rió. “Ese tipo te ha calado. Son buenas personas, créeme. El más tonto sigue siendo más inteligente que nosotros”. Repliqué con cierto ímpetu. El coronel se puso en alerta. “Es una orden expresa de Su Majestad que no se dé cuartel”. Le recordé que ya había ocurrido dos veces antes y por razones de poca importancia. Hasta ahora habían sido ejecutados un par de cientos. Uno más —o menos— no importaría. El coronel finalmente dijo: “Está bien. Lo asumiré por esta vez, para complacerte”. Me lo puso por escrito.

Regresé a todo galope. Doce ya estaban muertos. Era el momento de los últimos cinco. Entre descarga y descarga había siempre un pequeño descanso de diez minutos. Mi chino seguía allí, en cuclillas (en el patio, al aire libre), leyendo. Sí, a pesar de la distancia noté incluso que había hecho unas pequeñas marcas de lápiz en la página. No me vió, debía pensar que ya estaba todo perdido. Tenía que saber que en cinco minutos llegaría su turno. Había soldados por todas partes. Cuando detuve mi caballo, se dio la vuelta y me miró, esta vez con cierta curiosidad. Saludé a mis camaradas. Les dije que traía un indulto para uno de los chinos. En ese momento, oficialmente, no se me permitía decir nada más. Quizá habría podido liberar a uno o dos más. Se presentaron los soldados que debían fusilar a los últimos cinco. A la señal, se levantaron los prisioneros. Todos parecían estar muy tranquilos, sólo uno de ellos rió de forma estridente y luego, aterrorizado, miró a su alrededor. Me acerqué a mi chino y, en un gesto estúpido, puse mi mano sobre su hombro: “Te han perdonado”. Se lo hice saber con una voz enronquecida. Él me observó de manera interrogante y sonrió ligeramente. Sostuvo el libro en su mano y, mecánicamente, lo guardó en el bolsillo de su amplia chaqueta blanca. Los otros cuatro nos contemplaban con mucha atención, quizá con esperanza. “¿Qué le dije? Nunca se sabe”, aseguró, mirándome a los ojos. Se acercó entonces a uno de los cuatro y le dio un apretón de manos. Luego se volvió hacia mí y preguntó: “¿Puedo irme?”. “Eres libre”, sostuve. ¿Estaba realmente autorizado? Todavía tenía que prestar declaración, pero decidí asumir la responsabilidad. “Eres libre”, lo reiteré cautelosamente. Asintió con la cabeza. Mientras tanto, los otros cuatro se habían colocado en el paredón y los soldados estaban esperando que yo diera el anuncio. Mi chino se fue alejando. En realidad, me hubiera gustado seguirle. Esperé hasta que hubiera salido por la puerta del edificio, entonces di la orden. “Fuego…”. Se encogió en silencio, pero no se dio la vuelta. Pronto lo vi desaparecer ya al otro lado de la puerta, desde la calle. Me preguntarán qué pasaba en mi interior. Estaba avergonzado, en absoluto sentía que hubiera hecho algo noble. A partir de ese momento, aunque cada uno de ellos llevara consigo una novela en el bolsillo, no volvería a ayudar a nadie. Por suerte, aquella fue la última vez que presencié algo así. No fue una coincidencia, el coronel lo ordenó. Ciertamente, aquel chino no me había impresionado y tampoco había provocado en mí ninguna admiración. Ahora sé una cosa: de todos los seres que he conocido en el mundo, él ha sido el más extraño de todos.

Tomado de: Arthur Schnitzler, Fragmentos de guerra, edición de Hugo R. Miranda, ensayo introductorio de Claudia Kerik, traducción de Paula Sánchez de Muniain, Ciudad de México, Matadero Editorial / Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro / Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa / Foro Cultural de Austria en México, 2020.

ARTHUR SCHNITZLER 1862-1931

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